¿Cuál ha de ser la relación entre el diplomático y el periodista? ¿Hasta qué punto una información no puede ser publicada? ¿Sabemos realmente quién ha movido los hilos en las revoluciones del Magreb? ¿Nos enteraremos dentro de un tiempo de la participación –yo no lo creo- de un tercer país? Y de ser así, ¿cómo daremos esa información?
Fue el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, quien en el ideario de los “14 puntos” de 1918 hizo referencia en su primer punto a los “convenios abiertos de paz, celebrados abiertamente, después de los cuales no habrá entendimientos internacionales privados de ninguna clase, sino que la diplomacia se ejercerá francamente y a la vista pública”. ¿Era Wilson consciente de lo poco real de su escrito?
Vienen estas reflexiones a raíz del artículo del profesor de Relaciones Internacionales de la UEM, José María Peredo, en Diplomacia, y del quiero hacerme eco por su visión de la realidad, tanto de la diplomática, como de la periodística.
Peredo afirma con acierto que la diplomacia es una actividad que necesariamente requiere confidencialidad, como ocurre con otras profesiones como la de los médicos, sacerdotes o ejecutivos de empresas, que también necesitan de espacios inviolables para discutir y valorar diferentes estrategias y decisiones.
A su vez recalca que ello no es óbice para que el periodismo interpretativo y de investigación haga su trabajo y contribuya a clarificar y poner en contexto los movimientos de la política internacional “para que la sociedad pueda comprenderlos con mayor profundidad”.
La convivencia es clara. Los estados han de incidir en un mayor control de sus protocolos de seguridad, y reconocer el valor del periodismo serio y riguroso, capaz de entender las exigencias de su responsabilidad social y del qué y cómo se puede publicar una información que pudiera perjudicar gravemente a terceros en el plano de las relaciones internacionales.
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