La sucesión de Isabel II


Por Santiago Velo de Antelo en La Gaceta

Hasta un 59 % de los británicos están a favor de que la reina Isabel II abdique durante los próximos dos años en su nieto el príncipe Guillermo, y no en su hijo, el príncipe Carlos, según el sondeo publicado por The Sunday Times.

Si bien es cierto que la encuesta se ha desarrollado cercana ya la boda de Guillermo con Kate Middleton el próximo día 29 de abril, con el plus de publicidad en cuanto a imagen que esto supone, también lo es que la imagen de Guillermo está muy por encima de la de su padre, muy tocada tras su escandaloso matrimonio con Lady Di.

Esta encuesta me da pie a plantear dos cuestiones relacionadas con lo que supone una abdicación, y con respecto a que la línea dinástica sucesoria puede variar sin causar traumas. Me explico.

En España tenemos unas encuestas que dicen que el pueblo no es monárquico, sino juancarlista. ¿Y entonces, cuando falte Juan Carlos? Una solución sería que el rey abdicara en el príncipe Felipe para estar a su lado mientras la salud se lo permita, apoyándolo en sus primeros momentos de reinado. Y una abdicación, como demuestran los ingleses, no ha de ser un trauma.

Por otro lado las dinastías reinantes son las que ofrecen un servicio a sus naciones, no al revés. Así, si una sucesión en Guillermo es más beneficiosa que una sucesión más efímera en Carlos, ha de hacerse sin titubeos. Cómo ocurrió en España, siendo Juan Carlos quién sucedió a Alfonso XIII, y no don Juan, mal llamado Juan III.

España y Reino Unido, las dos monarquías más antiguas de Europa, siguen haciendo buen uso de la corona como modelo de estado. Y en ambos casos el servicio que la institución presta a su nación es inmensamente superior al que conseguirían con una república. Tanto a nivel interno como en las relaciones internacionales. El nivel de interlocución que tanto el rey Juan Carlos como la reina Isabel tienen con los máximos mandatarios internacionales sigue siendo vital para ambas naciones.

Periodismo y diplomacia

¿Cuál ha de ser la relación entre el diplomático y el periodista? ¿Hasta qué punto una información no puede ser publicada? ¿Sabemos realmente quién ha movido los hilos en las revoluciones del Magreb? ¿Nos enteraremos dentro de un tiempo de la participación –yo no lo creo- de un tercer país? Y de ser así, ¿cómo daremos esa información?

Fue el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, quien en el ideario de los “14 puntos” de 1918 hizo referencia en su primer punto a los “convenios abiertos de paz, celebrados abiertamente, después de los cuales no habrá entendimientos internacionales privados de ninguna clase, sino que la diplomacia se ejercerá francamente y a la vista pública”. ¿Era Wilson consciente de lo poco real de su escrito?

Vienen estas reflexiones a raíz del artículo del profesor de Relaciones Internacionales de la UEM, José María Peredo, en Diplomacia, y del quiero hacerme eco por su visión de la realidad, tanto de la diplomática, como de la periodística.

Peredo afirma con acierto que la diplomacia es una actividad que necesariamente requiere confidencialidad, como ocurre con otras profesiones como la de los médicos, sacerdotes o ejecutivos de empresas, que también necesitan de espacios inviolables para discutir y valorar diferentes estrategias y decisiones.

A su vez recalca que ello no es óbice para que el periodismo interpretativo y de investigación haga su trabajo y contribuya a clarificar y poner en contexto los movimientos de la política internacional “para que la sociedad pueda comprenderlos con mayor profundidad”.

La convivencia es clara. Los estados han de incidir en un mayor control de sus protocolos de seguridad, y reconocer el valor del periodismo serio y riguroso, capaz de entender las exigencias de su responsabilidad social y del qué y cómo se puede publicar una información que pudiera perjudicar gravemente a terceros en el plano de las relaciones internacionales.